El café de los escribas

Lo observo desde mi mesa con el corazón estrujado contra el pecho como un canario en busca de una ventana. Estoy nerviosa porque sé exactamente lo que está por suceder, que esta vez no me echaré para atrás. Y para disipar definitivamente la sombra de esa tentadora posibilidad, me paro de pie. «Ya es demasiado tarde, María. Si vuelves a sentarte, harás el ridículo». Mis pies se deslizan encima de los azulejos como si no me pertenecieran. Los veo desplazarse y pienso que tienen vida propia. Es un mecanismo interesante el que nos permite disociarnos, por un lapso de segundos, para no rendirnos ante la parálisis. Que nos obliga a seguir avanzando incluso si el punto de arribo es una selva oscura y terrorífica.

Algunos lo llaman inercia. Pero es simplemente la vida que se defiende con uñas y dientes perpetuando el movimiento, ya que en su ausencia brota la nada, echa raíces. Como la maleza, la nada se incrusta en las superficies donde los pies han dejado de bailar. El ciclo de la vida no admite estatismos, lo recuerdo por un dibujo que nos mandaron a hacer en cuarto de primaria. Unas flechas que se persiguen, en círculo, al infinito. Me provoca toser para aclararme la voz, las palabras que aguardan en mi garganta han sido ensayadas lo suficiente. Me da tiempo unos cinco segundos para repetir para mis adentros las que pronunciaré en apertura, antes de encontrarme a las espaldas de mi futuro oyente.

Se encuentra con la cabeza agachada sobre una docena de hojas escritas a mano con una letra ondeante como una bandera. A su costado, una taza de café americano tomada hasta la mitad y un platito de churros mordisqueados usado como pisapapeles encima de unas cuantas hojas en blanco. Los granitos de azúcar blanca se han desparramado por toda la mesa y conforman misteriosas constelaciones. Con una mano corrige una que otra palabra, con la otra abraza el respaldar de su silla. Está sentado de manera oblicua, con las rodillas que miran hacia la izquierda, donde se encuentra la salida, como si anhelara estar en dos lugares contemporáneamente. Las palabras descansan unos segundos más en el fondo de mi paladar, si no las suelto a tiempo, mi destinatario se percatará de mi muda presencia y me confundirá con una vulgar acosadora.

«Señor Carranza, buenas tardes. Lamento tener que interrumpir su lectura, pero tenía que venir a verlo y expresarle mi enorme aprecio. Soy una gran admiradora de su obra, que he leído y releído con afán».

«Buenas tardes, señorita. Me sorprende su osadía. Todos aquí saben que no deseo ser acompañado por nadie».

Es la verdad. El señor Carranza ha comunicado a todos los empleados del local que no desea que nadie estorbe su soledad. Así que cada vez que algún lector lo reconoce y pregunta al camarero de turno: «¿Ese es el gran escritor?», él contesta que sí, efectivamente. Pero que por nada en el mundo le dirijan la palabra, pues la única condición a la que sigue frecuentando este café de vecindario, es que lo confundan con un señor de mediana edad cualquiera y, como tal, lo ignoren. Sin embargo, saber esto de antemano, me permite tener ya lista mi réplica.

«Tiene toda la razón. “La soledad es una amante en extremo celosa y consentida. Ni bien aparece un tercero, se retira ofendida y te deja extrañándola.” La soledad es una vieja amiga para mí también, pero estoy segura de que usted no es un compañero menos agradable y tengo la ilusión de que al término de nuestra conversación usted piense lo mismo de mí». Me quedo erguida, expectante, como una montaña al borde del derrumbe.

El escritor me mira altivamente, con una mezcla de curiosidad y circunspección. Ahora dirá: «Aquí no va a haber ninguna conversación, retírese por favor», pensé. Pero, como en el mejor de mis pronósticos, la cita que acabo de emplear abre una brecha en su áspera coraza y se gana la simpatía de su faceta narcisista, cortejando su orgullo y complaciendo el ego monumental que todo escritor, bueno o malo, posee. Luego de haber citado una de sus novelas más aclamadas por la crítica, no puede despreciarme o tendría la impresión de despreciar su holograma.

«¿Cómo te llamas?».

«María. María Aragonés».

«Adelante…».

 Con una mano me muestra la silla vacía que se encuentra frente a él, invitándome a tomar asiento. Luchando por disimular mi inmenso asombro, tomo el sitio que hasta hace unos minutos había sido ocupado por su despótica amante.

«A ver niña, ¿qué se te ofrece? ¿De qué querías conversar?». Odio que se refieran a mí de esa forma, aunque adore a los niños y esté secretamente convencida de su superioridad respecto a los adultos, el tono con que me llaman «niña» es inconfundiblemente despectivo. Lo que intentan hacer, tildándome de esa manera, es establecer desde un principio una relación asimétrica y dejar en claro mi falta de años, experiencia, madurez, conocimientos, todo lo que a ellos supuestamente les sobra. Y, por consecuencia, descreditar todo lo que me apresto a opinar. Sin embargo, a un joven de mi edad, nadie se atrevería a llamarlo «niño». Normalmente al oír esa palabra por parte de un desconocido me enfurezco por dentro y tajantemente contesto que no deben tomarse esa confianza, que yo nunca les he otorgado el permiso. Pero Eugenio Carranza no es un desconocido. Es mi maestro, aunque él no tenga la más remota idea de quién soy y a qué vengo. Así que decido hacer una excepción por esta vez.

«De literatura, de escritura», afirmo sin vacilar.

«¡Ah! ¿Y cuál es tu objetivo al abordar estos temas?», me desafía. Aún no está seguro de que nuestro intercambio verbal, con una chiquilla que tiene la mitad de sus años, no sea algo más que un derroche de tiempo.

Antes de responder, me llama la atención su tupido bigote, salpicado por unos cuantos granos de azúcar que brillan como gotas de rocío en el pasto.

«Saber si vale la pena ser escritor», confieso.

«¿Así que tú eres escritora?», me pregunta, esta vez con un tono más blando, casi con respeto.

«Sí. Aunque nadie ha leído lo que escribo y nadie lo leerá hasta que encuentre una respuesta a esta pregunta».

Tomo valor y añado, para seguir con la cuestión que me urge ahondar:
«En Penélope se cansó de esperar, usted afirma que todo, todo lo que una mente puede imaginar y luego trasladar al papel a través de la escritura, ya ha sido imaginado por otros. Y que no solo ha sido imaginado, sino que ha sido contado innumerables veces. Que no existe historia que sea una simple invención, que en algún momento y en algún lugar del mundo esas historias han cobrado vida por medio de seres humanos y que vuelven a repetirse, tal vez con distintos matices, hasta el siglo de los siglos. Que por el hecho de haber sido vividas, han sido contadas, y muchas, muchísimas más de lo que una persona podría leer en una vida entera, han sido escritas. Que podemos ilusionarnos de haber concebido la idea más original y grandiosa de todos los tiempos, y después, luego de una extensa búsqueda, darnos con que esa misma idea había sido plasmada en libro por un mediocre escritor del siglo XIX. Seguramente con otras palabras y contextualizada según la época, pero el núcleo fundamental del concepto que deseas ilustrar es el mismo. Entonces, yo me pregunto, si todo ya ha sido contado, ¿por qué tenemos que seguir repitiéndonos como si fuéramos una caterva de estultos que se niegan a aceptar la verdad?». Lo digo todo de un tirón, sin pausas, casi sin parpadear ni tomar aliento.

«¿Y cuál es la verdad?».

«Que escribir sobre Romeo y Julieta no ha logrado que el amor triunfara ante cualquiera adversidad, por encima de las convenciones sociales, del juicio ajeno o de todo lo que no sea amor. Que desde la Ilíada, la guerra sigue arrasando por el mundo igual de devastadora, igual de absurda. Que Ana Karenina sigue muriendo cada día, cada instante, bajo las ruedas de un tren en marcha sin que nadie pueda salvarla. Que el populacho descrito por Manzoni sigue burlándose de la peste y de otras calamidades que podrían acabar con el género humano, creyéndose muy astuto, simplemente porque quiere seguir viviendo como le da la gana. O que los miserables descritos por Hugo siguen oprimidos por la mezquindad y la indiferencia humanas. Igual de harapientos, igual de hambrientos y desdichados. Que nadie les ha tendido una mano para que puedan dejar su miserable vida tras ellos».

Clava los ojos en mi mirada suplicante. Espero que diga algo, cualquier cosa, que pueda apaciguar el caos que me revuelve las entrañas y me provoca una náusea paulatina que sube por mis adentros como una marea nocturna.

«Los escritores repiten sin cesar las mismas palabras, y los seres humanos repiten los mismos errores. Pero los escritores… bueno, nosotros… no somos profetas ni líderes espirituales o políticos, y no es nuestra tarea la de cambiar el mundo ni la humanidad. Y te diré algo más: Nosotros ni escribimos para la humanidad, no escribimos para los demás. Como bien lo dijiste, desde los albores de la sociedad, el hombre es un contador de historias. Y siempre ha necesitado contar historias, desde cuando se reunía por las noches alrededor de un fuego en el umbral de su húmeda caverna. Que un par de oídos o más lo escuchen es secundario. La imagen del otro, de un receptor, es un pretexto, solo sirve para que no cuestionen nuestra cordura o nuestro egocentrismo, para olvidarnos de que el «yo» siempre es nuestro principal espectador y el único que nos interesa. Nosotros contamos historias continuamente -y repitiéndonos unos a otros, es cierto- para apropiarnos de la realidad. Porque hasta el día de hoy no hemos encontrado otra manera de hacerlo. Como un perro que mea al pie de una casa en ruinas para marcar su territorio. Nosotros absorbemos la realidad a través de la narración, como en un proceso de ósmosis. La realidad pasa a formar parte del «yo», de nuestra identidad, y así podemos seguir deambulando por el mundo como si fuéramos sus amos. Creamos vínculos de pertenencia con las cosas, con la vida, y la vida termina por espantarnos menos. Las palabras conforman el puente que nos permite transitar hacia ella. Por eso, en general, escribimos sobre nuestros miedos, nuestros demonios, nuestras flaquezas. Y por la misma razón el tema favorito de los poetas es la muerte».

«No, ¡no lo creo!», le grito indignada, de pronto más temeraria de lo que me creía capaz. «Tal vez tenga razón cuando dice que escribimos para poder caminar por el mundo con paso más sereno, para que la realidad nos resulte menos aterradora. Pero que el otro no esté presente en la narración, o que su presencia nos deje sin cuidado, eso no lo acepto. Porque las verdades que hallamos en nuestra exploración del mundo y de la realidad, de las que nos apropiamos, también las deseamos compartir. Para que los demás se sientan menos nimios y pequeños debajo del mismo cielo infinito».

«En ningún momento me he referido a la verdad. Lo que buscamos al contar historias es apropiarnos de la realidad, pero no tiene por qué ser una fiel reproducción de la realidad material. No debe ser «verdadera». Puede ser una mentira, la mentira más obscena que conozcas. Solo tiene la función de hacernos sentir menos vulnerables y no a la merced de la casualidad», rectifica el escritor, cada vez más divertido por el juego que hemos entablado.

«No. Yo creo que usted se equivoca. Cuando escribimos siempre somos sinceros con nosotros mismos y, por consecuencia, con los que nos leerán. Incluso cuando se trata de ficción, siempre tratas de describir las escenas tal como se verifican en tu mente. Nunca contradices la voz que desde tu cabeza te guía y retumba en tus tripas. No te rebelas a sus consignas. Y nunca escribes algo que podría sonar falso. La veracidad lo es todo».

«La veracidad no es la verdad».

«Entonces dejemos de lado la veracidad. Nunca escribimos algo en que no creemos con todas nuestras fuerzas. Algo que sea contrario a la verdad que abrigamos en nuestro fuero interno, donde no puede ser estropeada por todo lo que ocurre sin que podamos controlarlo. En realidad, no somos nosotros quienes contamos el mundo, es el mundo que se cuenta a sí mismo y nosotros somos su herramienta. No somos escritores, somos escribas».

«Pero ya se ha contado todo. Eso significa que la verdad ha sido contada y, pese a eso, el mundo sigue girando en sentido contrario. Nada ha cambiado, tú misma lo has dicho».

«No, debe de haber algo que estamos olvidando… algo que no logramos enfocar».

«¡Pero, ¿qué?!», me grita, a punto de perder la paciencia. «La verdad ha sido contada. Todo ha sido contado. Las historias no son más que repeticiones… siguen repitiéndose como un eco embrujado y perverso. ¡Nada ha cambiado!».

«Bueno, de repente…», de pronto enmudezco y me quedo pensando, pero él no deja de presionarme.

«¡Nada ha cambiado! ¡Nada! ¿Por qué seguimos repitiendo las mismas historias?».

«Es que… de repente… ¡De repente no han llegado a todos aquellos que necesitan oírlas!», afirmo con énfasis, exasperada y mareada como un barco entre las olas.  

El escritor me lanza una sonrisa socarrona. Luego vuelve a adoptar una expresión seria y, pasados unos instantes de silencio, me ordena, como si no admitiera quejas o excusas:

«Ahora ve y escríbelo».

E.

¡Me gustó! Lo comparto.
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2 comentarios en “El café de los escribas”

  1. Ahora ve y escríbelo… Un final apoteósico.

    Queridísima E,

    Se me ocurrió preguntarte… ¿A qué escritor te gustaría interpelar en forma similar, si tuvieras la posibilidad? Me surgió esa pregunta mientras leía…
    Lo que plantea la muchacha, como te comentaba en face, me parece no sólo maravilloso, sino algo que probablemente todo escritor se plantea alguna vez en la vida, o muchas veces, o toda la vida.
    Por mi parte tengo mis propias respuestas, porque muchas veces me hice la pregunta y la respuesta llegó por sí misma.
    Si uno es suficiente y debidamente autoanalítico, puede profundizar en su subconsciente y comprender, primero que nada, los propósitos que lo mueven a escribir.
    Muchas veces me propuse dejar de escribir, artísticamente hablando. Pero por más que hubo una pausa en el tiempo, pasada la misma, volví a la tarea como si nunca hubiera tomado tal decisión. Nunca he deseado fama o reconocimiento, o dinero. Sabemos que en nuestros días, no es una carrera que reporte suficiente ganancia. Pero hay dos elementos que me impiden dejar de escribir. El primero, es que antes de ser escritor, soy lector. Si leyendo he sido bendecido, he disfrutado, he viajado, he escapado a otra dimensión fantástica por un momento, me he enriquecido y un larguísimo etc, tengo suficiente motivación de saber que aunque a mis propios ojos, mi trabajo literario sea minúsculo y mediocre, puede ser que un día toque un alma con una sintonía similar a la mía y pueda también tener un momento de disfrute. Que un niño pueda reír, que un joven pueda crecer, que un adulto pueda disfrutar, que alguien se consuele, se anime, o simplemente quede con un regusto de buen sabor en su paladar literario, ya es un estímulo anticipado. No es necesario enterarse… más bien como en los tiempos sin Internet, en qué los grandes escritores morían sin saber cuántos habrían leído su obra.
    La segunda motivación que tengo, es la de necesidad. No la de necesidad como de que la escritura me supla de algo que me falta, sino que más bien es parte misma de lo que soy. Así como todo lo que nos gusta y amamos hacer… Esforzarnos en algo que no nos es grato, nos genera estrés, pero esforzarnos por lo que amamos, es pasión. Aunque nuestra obra llegue a dios o tres pares de ojos, el primer disfrute lo tenemos nosotros mismos, porque contamos las historias como queremos, como nos gustan, con los elementos y condimentos que nos encantan… Para mí, escribir un cuento, tiene la misma emoción que leer uno ajeno, porque al escribir, tampoco sabemos desde el principio el desenlace y el final… también somos sorprendidos, también nos metemos en la historia… Me hubiera gustado compartir ese «café de los escribas»…

    Por mi parte, daría lo que fuera por compartir un café literario contigo, mi amiga del alma y olvidarnos del tiempo tratando temas tan lindos.

    Un abrazo inmenso, mi querida amiga, este tema que has presentado da para muchos cafés 😉 Y te cuento un secreto… estoy volviendo a escribir. Estoy trabajando en un nuevo cuento…

    Que todo vaya bien, amiga, y no dejes nunca jamás de escribir. Lo que haces es valioso, porque tú misma eres valiosa.
    Otro abrazo,
    Bua bía unumbia!!!!!!!!

  2. Te agradezco de corazón, amigo mío, por haberme compartido tus reflexiones.
    Me hubiese encantado ahondar este tema frente a un cefesito, mirándonos a los ojos. Puede que algún día la vida nos conceda tremenda suerte.
    Por mi parte, mis motivaciones son muy parecidas a las tuyas, por no decir idénticas. Creo que podríamos conversarlo mejor por correspondencia y nuestros búhos estarán encantados de ayudarnos.
    Por lo que se refiere a los escritores que me hubiese gustado conocer en persona, hay muchísimos. Aunque algunos desaconsejan conocer a sus heroes porque su personalidad podría decepcionarnos. Mmmh…¿sabes qué? mejor te lo respondo en privado 😉
    No veo la hora de leer tu nueva creación, el cuento al que estás trabajando 🙂
    Te abrazo con el alma,
    Bua bía unumbia, E.

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