
Mientras el sol se ponía, interpretando su ritual de despedida, Angélica salió a comprar pan para el lonche como todos los días. Se conocía de memoria el trayecto de su casa a la panadería y hubiera podido hacerlo con los ojos vendados. Por lo tanto, no prestó mucha atención a los carteles anaranjados con los que habían tapizado el pueblo por la mañana. Estaban por todos lados: en los postes de la electricidad, en las paredes de las casas, en las vitrinas de las tiendas. Caminaba al ras de la vereda, colocando los pies en fila india para recorrer una línea de hormigón en relieve. Con cuidado y destreza, se concentraba para no perder el equilibrio y abría los brazos como un águila lista para el despegue. Imaginaba estar al borde de un barranco o rodeada por una manada de cocodrilos que nadan en aguas turbias y profundas, aguardando para abrir sus fauces y engullirla de un momento a otro.
Era un juego con el que solía entretenerse para condimentar con una pizca de adrenalina sus solitarias caminatas en un pueblo donde, en sus doce años de vida, nunca había ocurrido nada apasionante. A lo mucho, los días eran animados por algún pleito entre el barbero y el vendedor de periódicos que tenían sus respectivas bodegas separadas por una única y delgada pared. La razón de esas peleas, que se repetían puntualmente, le escapaba. Alguna vez le había pedido explicaciones a su madre, pero ella le había contestado tajantemente que eran asuntos de mayores, enterrando definitivamente el tema. Sin embargo, no renunciaba al placer de ver a los dos hombres, uno alto y de contextura delgada, el otro más bajo y robusto, gesticular con afán frente a todos los curiosos, dirigiéndose palabras ofensivas, pero a la vez no exentas de fantasía.
El barbero, el más bajito, meneaba sus tijeras de metal por los aires exclamando: “Acérquese un poco más, si tiene el valor, y sus ridículos bigotes probarán el filo de mis tijeras”. A lo que el otro contestaba estirando el cuello para mofarse mejor de su estatura, es decir su punto débil: “Tenga cuidado. No vaya a darle un ataque al corazón de tanto saltar para tratar de alcanzarme… ¡Duende panzón!”. Entre la muchedumbre que se formaba alrededor de los dos contrincantes, estaba Angélica, quien los vigilaba con ojos destellantes y divertidos. Le parecía asistir a un duelo entre una serpiente (el vendedor de periódicos) y una mantis religiosa (el barbero) disputándose una presa. La tensión aumentaba con cada gesto y cada palabra, mas no desembocaba nunca en actos realmente violentos. El único resultado concreto de aquella rivalidad era, por un lado, el hecho de que el quiosquero puntualmente lucía un corte estrafalario y “vanguardista”, realizado con amor y ningún talento por su esposa, y por el otro, que el barbero era el último en enterarse de las noticias del día.
De pronto Angélica, sumida en el recuerdo de la última confrontación entre esos dos individuos, oyó una música alegre que la distrajo, obligándola a pisar fuera de la raya y a caerse de la vereda. Felizmente, el báratro y los cocodrilos solo existían en su irrequieta imaginación. La música iba creciendo, las notas se hacían cada vez más nítidas, cosquillaban su curiosidad y sus oídos. Angélica agrandó sus ojos color avellana y se puso en posición de espera hasta que vio pasar, muy lentamente, una furgoneta blanca que llevaba un gran megáfono amarrado al techo, la fuente de esa extraña melodía. Una voz rasposa y enérgica empezó a salir por el cono parlante, atrayendo la atención de los transeúntes y de las ancianas asomadas por las ventanas de sus viviendas.
“Señoras y señores, el circo más famoso de las Américas ha llegado para maravillarlos con números grandiosos de animales exóticos y artistas de todo el continente. El Circo de los Hermanos Zapata abrirá su telón a partir de mañana. ¡Corran a comprar sus entradas!”
Luego de que, repetía en bucle el mensaje con palabras idénticas o similares. Angélica resistió el impulso de pellizcarse un cachete para comprobar de estar despierta. Nunca imaginó que vería llegar aquel día. Su mamá le había contado que hacía unos años, otro circo había pasado por esa región olvidada por la modernidad, y que la había llevado a ver el espectáculo. Pero ella era muy pequeña para recordarlo y a veces sospechaba que su mamá había inventado aquella historia solo para reclamar su atención, sobre todo cuando a la hora de comer rechazaba lo que le habían servido, en especial si se trataba de sopa. Entonces la madre exclamaba con voz astuta y enarcando las cejas: “¿Te he contado de esa vez en que fuimos al circo?”. Y por supuesto que ya se lo había contado un sinfín de veces, pero Angélica jamás se cansaba de escuchar el relato y siempre fingía un aire sorprendido. Cuando su mamá llegaba al punto en que el domador de leones se adentraba en la jaula en medio de las fieras feroces, la niña ya había devorado todo el plato sin ni siquiera darse cuenta.
Pero esa furgoneta no formaba parte de un relato, era real. Angélica se estremeció y empezó a mirar a su alrededor medio aturdida, como si todo fuera nuevo, como si no acabara de reconocer las calles, los inmuebles, pese a que casi no habían mutado durante siglos. Como si el pueblo se hubiese vuelto por arte de magia más interesante y no sintiera tan mal la fatalidad de haber nacido ahí. Evadió el bullicio que había estallado debido al tránsito de la furgoneta y se puso a correr camino a casa. Mientras corría, prestó atención a los carteles que antes había ignorado y que con letras llamativas informaban a la población sobre la apertura del circo. Retrataban la imagen de un elefante, un trío de jirafas y un par de camellos. De pasada, Angélica despegó uno de los volantes y cuando irrumpió a través de la puerta de la cocina, donde la mesa ya estaba puesta para el lonche, lo enseñó a todos como prueba irrefutable de lo que gritó con todo el oxígeno de sus pulmones: “¡El circo! ¡Ha llegado el circo!”.
Por un buen rato, se quedaron comentando aquella novedad, y cuando se percataron de que Angélica había olvidado comprar los panes, la tienda ya había cerrado. Su mamá entonces improvisó un caldo de pollo y Angélica se tomó hasta el último sorbo sin protestar. Sus papilas gustativas, igual que el resto de su cuerpo, estaban de fiesta y demasiado contentas para retraerse ofendidas.
Al día siguiente, Angélica despertó a primera hora y se dio prisa para comprar las entradas. Los espectáculos empezaban esa misma tarde y ella no quería perderse la inauguración. La dirección impresa en el volante que había cogido se ubicaba en un lugar periférico y algo aislado del pueblo. Justo donde los edificios dejaban paso a una llanura baldía en la que el pasto amarillento se alternaba al barro seco. Ahí se habían aparcado unas cuantas caravanas, y desde una sobresalían tres cuellos de jirafas y una trompa de elefante que la niña se quedó contemplando boquiabierta. En medio de la explanada, se encontraban unos trabajadores sin camiseta y de piel tostada que estaban armando una carpa gigantesca bajo un sol todavía clemente. Había uno, en especial, que izaba con sus dos manos palos de madera tan altos como troncos de árboles, una tarea que normalmente hubiera requerido la fuerza de por lo menos diez hombres. Debía de ser el famoso Hombre Fuerte del que tanto había oído hablar.
También había unos niños de todas las edades que correteaban al lado de las caravanas. Hablaban una lengua misteriosa y algunos podían darse volantines en el aire. Pero… ¿qué veían sus ojos? Notó que había un par que tenían barba. Esos dos no eran niños… ¡Eran enanos! Angélica se tapó la boca con ambas manos para reprimir una repentina risa. Aguzó la vista para identificar el quiosco que buscaba y a lo lejos logró reconocer unos vecinos del pueblo que se encontraban ahí por la misma razón, así que los alcanzó y se sumó a la cola. La atendió una mujer de ojos verdes que masticaba sonoramente un chicle. Su cabello era negro, recogido en dos trenzas despeinadas, y llevaba una falda ancha y morada que cubría sus pies descalzos. Lo supo porque en un momento salió del quiosco para reprender a uno de los niños que estaba importunando a los monos. Le dijo que dejara de “estresarlos”, fueron sus palabras exactas. Luego, en una lengua que Angélica no conocía, explicó que temía que se pusieran nerviosos antes del show y por lo tanto poco colaborativos. Cuando volvió a su silla, cogió las monedas que Angélica había dispuesto ordenadamente encima del alféizar y le cedió un boleto con aire de quien está dispensando favores a regañadientes. Felizmente, así era como lo percibía Angélica, para quien el papelito que acababa de recibir representaba un pasaje para la gloria celestial.
Cuando a las cinco de la tarde, volvió al mismo lugar, esta vez acompañada por su amiga Carolina, la llanura se había trasformado en una feria vivaz, llena de voces, luces y decoraciones. Había payasos que vendían manzanas acarameladas y algodón de azúcar, monos que regalaban globos de colores y tocaban carillones, y un rebaño de gente cada vez más numeroso. Niños y adultos que apenas reconocía porque estrenaban una expresión extraña, que nunca les había visto. Una que normalmente reservaban para el momento en que, mientras reposaban las cabezas sobre la almohada, viajaban con sus mentes a tierras lejanas donde lo imposible se volvía posibilidad.
¡Cuántas carcajadas soltó aquel día! Abrieron con números de payasos, luego siguieron los de animales exóticos y concluyeron con los de los acróbatas. Su butaca se encontraba en una posición central, por lo que gozaba de una vista espléndida del escenario, pero también del público. A Angélica le gustaba mirar cómo reaccionaban los espectadores, cómo eran cautivados, hipnotizados, por la “magia del circo”. Escuchar a los niños preguntar confiados a sus padres “¿Cómo lo hacen?” y los padres, tal vez por primera vez, callar. Encogerse de hombros. Entre el público también logró divisar el barbero y el vendedor de periódicos, que por una broma del destino habían terminado sentándose en la misma banca. Sin embargo, no parecían llevarse rencor e incluso en un instante le pareció que intercambiaban miradas estupefactas y se sonreían tímidamente. Como si acabaran de conocerse, bajo una apariencia distinta (¿inocente?, ¿infantil?) y, por lo tanto, como si no descartaran el nacimiento de una amistad.
Mientras los elefantes salían del escenario, apareció desde el telón rojo un joven con un turbante en la cabeza. Era el tragafuego. Empezó a pasarse una antorcha prendida por el cuerpo sin que su cara dejara traspasar el mínimo dolor, ni siquiera incomodidad. Como si el fuego le hubiese obsequiado su lealtad o lo respetara como a un igual. Su piel desnuda no se incendiaba ni se descamaba. Luego vertió la llama al interior de su garganta y la llama se apagó. Sacó la lengua y mostró con orgullo que no tenía ni un rastro de quemadura. Por el miedo, Carolina se había llevado las manos al rostro, aunque la curiosidad la impulsaba a mantener los dedos abiertos para que no le obstruyeran la visión. Angélica, en cambio, no estaba asustada, sino extasiada. Disfrutaba ese mundo de cabeza, donde los elefantes tenían la gracia de un cisne y el fuego ardía sin abrasar. Si ella hubiese creado el universo, así lo habría establecido. Los monos montarían bicicleta y los humanos se desplazarían de rama en rama. Pero nada la había preparado a lo que iba a presenciar. Si todo lo anterior la había dejado asombrada, el número que siguió cambió literalmente su vida.
Se oyó un estruendo improviso, una nube de humo invadió el escenario y flotó hasta las tribunas. Cuando el humo se hubo dispersado, apareció una mujer hermosa, vestida con un leotardo fucsia, salpicado de purpurina dorada y unas mallas negras. Sin que nadie lo esperase, la mujer se elevó en el aire sentada encima de un columpio ornamentado con flores lila y rosadas. El columpio empezó a balancearse, y la trapecista, a demostrar todo su equilibrio y habilidad. Se paró de pie, luego de manos, y hasta con una sola mano. Dibujó figuras con su cuerpo delgado y se cayó de espaldas, manteniéndose aferrada únicamente con la fuerza de sus piernas. Luego se meció tanto que el columpio llegó a la altura del público y Angélica se encontró cara a cara con la artista. Reconoció sus ojos verdes enmarcados por una sombra fucsia como su vestido. Era la chica que le había vendido el boleto. Si no hubiese sido por ese detalle, nunca lo habría adivinado.
No había rastro de su apariencia humilde, sus modales marginales, su actitud casi vulgar. Era una mujer sencilla que en cuestión de apenas unas horas se había trasformado en una diva del cine. En cada gesto respiraba elegancia y belleza y emanaba una luz tan resplandeciente que no habría necesitado de los reflectores que apuntaban sus proezas, para brillar. Aunque estuviese realizando ejercicios muy peligrosos, los músculos de su cara se notaban relajados y sus labios no dejaban de sonreír. Pero esa mujer no sonreía para encantar al público, ni para que admiraran sus dientes blancos y regulares, aunque ese era el efecto que causaba. Su sonrisa llegaba al punto de transfigurar su rostro, le atribuía un aura ascética. Era la manifestación de que su alma, luego de tanto vagar, había encontrado su hogar. Las acciones del cuerpo coincidían al fin con los anhelos del alma, el aire era su elemento natural. Y ese milagro no podía más que traducirse en esa sonrisa espontánea y radiante.
Esa mujer, sea cual fuere su nombre, sabía que no era la única mujer en el mundo capaz de realizar esas acrobacias. Sabía que algunos lo habían hecho antes que ella, y otros más lo harían cuando su nombre quedaría por siempre olvidado. Tal vez mejor. Pero en aquel momento, nada más importaba. Solo estaban ella, su trapecio y el vacío que sobrevolaba como si la ley de gravedad no existiera, como si la muerte no existiera y jamás hubiese sido inventada. O como quien sabe que la cuerda que la sostiene podría romperse y a pesar de eso no la maldeciría, sino le agradecería por ese último vuelo. Luego podría descansar en paz. Su danza era guiada por una música invisible que solo ella podía escuchar, y que procedía de su interior más oculto, de una cueva tenebrosa que solo se alumbraba cuando su cuerpo vibraba por los aires. Se veía liviana y se sentía liviana. Como quien se ha despojado de sus miedos y de sus esperanzas. Porque las esperanzas a veces inmovilizan tanto como los miedos, hace que los pies se conviertan de plomo.
Su rostro atestiguaba el éxtasis de la santa y la pasión de la mujer sensual. Pero ella no era ni una ni la otra. Sencillamente era una mujer que vivía la vida que había elegido, la que volvía a elegir cada vez que se subía al trapecio. La vida que le pertenecía desde antes que tuviese vida. Tal vez también había sufrido mucho, y sus lindos ojos verdes habían derramado manantiales. Se notaba. Pero ella había aprendido a no lamentar ese sufrimiento, a no odiarlo. A aprehenderlo como parte del recorrido que la había llevado hasta ahí, hasta esos aplausos que acogía con gratitud, pero que en el fondo consideraba superfluos.
Angélica la miró una vez más mientras saludaba y reverenciaba el público en ovación. Su última impresión fue la de una mujer muy triste y a la vez capaz de una gran felicidad. Una que muy pocas tienen el privilegio de alcanzar y que nada tiene que ver con las alegrías que todos experimentamos. Durante lo que quedaba del espectáculo, Angélica perdió un poco de su concentración, pues seguía sumida en esos pensamientos que escapaban a cualquier lógica.
Saliendo del circo, Carolina empezó a comentar la experiencia y a solicitar su opinión. Pero Angélica le reveló en voz alta el resumen de todas esas cavilaciones. La resolución que acababa de tomar.
-Cuando sea grande, quiero ser como la mujer del trapecio.
-O sí. Yo también. Es tan hermosa…
-No, no me refiero a eso.
-¿Entonces? ¿Quieres trabajar en un circo?
-Quiero volar.
Carolina pensó que, con esa respuesta, su amiga estaba asintiendo. Que deseaba ser un acróbata.
Muchos años después descubrió lo que Angélica realmente quiso decir. Cuando vio a su amiga de infancia en un escenario distinto, en un contexto distinto, elevarse en el aire, tan hermosa como la mujer del trapecio, pero sin despegar los pies del suelo.
E.
Querida E,
Lo he disfrutado a pleno, te perfeccionas en cada entrega y eso es maravilloso.
Has descrito espectacularmente todo: El sentir de la niña, el entorno, la familia, el pueblo, pero muy especialmente todo lo que va ocurriendo en el corazón de Angélica, y todo lo que interpreta al ver finalmente a la mujer trapecista es asombroso, un sentir que probablemente en aquel momento no podía expresar con palabras, pero el tiempo dio testimonio y habló con claridad. Genial tu trabajo, queridísima amiga, ¡¡¡te aplaudo de pie!!!!!
Tienes realmente una mente brillante, ojos que ven lo que nadie ve y un corazón de oro.
Un abrazo inmenso,
Hulussi_Ñe’êpoty