
Hoy cumplimos cuarenta años de amantes, y me moría de ganas de agarrar un maldito celular y llamarte. Decirte: “¿Paco, amor mío, recuerdas que han pasado cuarenta años desde que nos entregamos solemne y mutuamente los corazones?” Ni los votos matrimoniales, enunciados a gran voz ante Dios dentro de su templo han podido disolver esa promesa expresada en la intimidad de nuestro fuero interior, cuyos testigos solo son tu alma y la mía. Ni el Altísimo ha podido separarnos. Aunque eso no es del todo cierto. Físicamente sí lograron apartarnos, pero nuestras almas siguen enlazadas en una profunda comunión. Hace cuarenta años ya que siguen amándose sin reparos. Y a todos los que vanamente se opusieron a nuestra unión, ¡qué el diablo se los lleve!
Primero fue mi padre, quien al descubrir que te veía a escondidas amenazó con pegarse un tiro. “Nunca consentiré que mi hija, mi única e indefensa hija mujer, caiga en las redes de esa familia de usureros sin moral ni religión. ¡Tendrán que pasar por encima de mi cadáver!” exclamó mientras enrojecía y los ojos querían salirse de sus órbitas. Realmente temí por su viejo corazón, y la hija dentro de mí se negó a deshonrarlo, mientras que la amante clandestina secretamente esperaba que su muerte me librara del tormento que era no poder verte en todo momento y, en todo momento, comerte a besos. Naturalmente luego me detestaba por haber tenido tales pensamientos, y te lo confesaba. Te contaba, avergonzada, que era una hija degenerada y no era digna de tu amor. Y tú, al verme tan vulnerable, me amabas con mayor devoción.
Mi padre, que nunca había manifestado ninguna prisa de que me casara, esa semana misma me comprometió a un hombre bien reputado, de una familia decente y respetable y que me habría podido garantizar “estabilidad económica” por el resto de mis días: Mario era mi seguro de vida, me dijo. Nada como estas tres palabras para matar cualquier retazo de pasión de raíz. Mi padre estaba realmente orgulloso de su elección, se convenció de que, al lado de un hombre capaz de satisfacer cualquier tipo de capricho femenino, regalándome joyas y suaves chales de alpaca a mi antojo, mi ilusión por ti se habría difuminado hasta convertirse en un recuerdo hilarante de mi ingenua edad, de la estúpida volubilidad de mis años de señorita. No sabía que, al entregarme a ese hombre tan apuesto con gomina en el pelo y el bigote, me estaría entregando a mi verdugo. Que Mario habría pisoteado mi alma…aunque no, ¿qué digo? Ni él ni nadie pueden pisotear mi alma porque está a salvo con la tuya, su querida hermana. A lo mucho pudo pisotear mi orgullo. De todas maneras, mi padre estaba seguro de que algún día se lo habría agradecido. Pero murió sin ver realizada esa fantasía que habría comprado su redención.
Lástima que haber botado mi felicidad por un tubo no tenga precio, que haberme apartado de ti me ha causado un sufrimiento tan intenso que no se lo deseo ni al peor de mis enemigos. Ni a mi padre. Es más, exijo que le ahorren el recorrido de todos los círculos dantescos y que de inmediato le abran las puertas del paraíso. De todas maneras, nada de eso podría disminuir la inmensa desdicha de no tenerte a ti como bastón de mi vejez. Nada de eso me haría menos miserable. Y sabes cuál es lo peor de todo, que ya no están ni él ni Mario para mantenernos alejados. “Tendrán que pasar por encima de mi cuerpo” gritó ese día mi padre exasperado. Hace más de dos décadas que su cuerpo dejó de ser un impedimento. Hace años, también, que Mario se fue por una puerta a la que le puse cien candados.
Cuando nos divorciamos, ni sus hijos, que también son los míos, tuvieron el valor de objetar. ¿Cómo hubieran podido salir a favor de un padre violento que amenazó con matarme a golpes en un par de ocasiones? Incluso habiendo sido educados con principios y valores muy estrictos y creyendo firmemente en la sacralidad del matrimonio, decidieron cerrar un ojo, por una vez. Pues preferían tener una madre pecadora a una muerta. Y mira tú, qué gracioso, qué irónico, fueron ellos quienes terminaron matándome. Claro que no se han dado cuenta, claro que no tienen ni la mínima sospecha. No me dejan ni llamarte, ¡ni coger un maldito teléfono para felicitarte el día de nuestro aniversario! “Deja de molestar a ese señor, mamá. Tiene hijos y una esposa que lo quieren.” Ja ja ja. ¿Acaso podrían entender que nuestras almas se pertenecen y se buscan todas las noches? ¿Que no importa el cuerpo que se acuesta a tu lado, tú eres mío y a mí regresas en sueños? ¿Pueden acaso imaginar una entrega tan absoluta, una fidelidad tan irreducible? Me acusan de haber sido infiel, una adúltera. Dicen que también te estoy tentando a ti para revolcarnos en la infidelidad. Pues, serán sangre de mi sangre, y me duele decirlo, pero son unos completos imbéciles.
Nosotros somos las personas más fieles del planeta. Fieles a esos chiquillos que una tarde de otoño se conocieron y tan puramente se enamoraron, en un fragmento de segundo en el que nos asomamos a la eternidad. El fragmento de una mirada. Para ellos es imposible verlo, reconocer a esa chiquilla en mí que tan castamente sigue amándote, debajo de las capas de anciana senil que los años y tu lejanía me han cosido encima. ¿Y cómo reprochárselo? Me he vuelto una sombra sin dueño. Esa vieja de ojos hundidos y apagados que cojea de un pie, ¡qué voy a ser yo! La Gaby más auténtica se encuentra escondida dentro del cuerpo pesado que arrastro flojamente; es una delgada filigrana que solo puede verse a la luz de tu sonrisa. Por eso me la paso durmiendo casi todos mis días. Porque cuando duermo huyo a tus brazos y estoy más viva que nunca, vuelvo a ser esa chiquilla a la que le temblaban las manos en tu presencia, mientras cuando estoy despierta soy un cadáver andante.
Con tal de separarnos mis hijos me llevaron lejos de nuestro pueblo. Dijeron que fue para mi bien, porque acá en la ciudad hay clínicas que pueden cuidar mejor de mi delicada salud. Pero a mí no me engañan; yo sé que lo hicieron para que no interfiriera en tu matrimonio y evitar los chismes. Le tienen miedo al escándalo. ¿Si realmente les importara mi salud, por qué me arrebatarían la única medicina de la que jamás haya necesitado? Y por lo de interferir…ja ja ja. ¿Acaso alguna vez te he pedido que dejaras a tu esposa por mí? Sé sincero. ¿Alguna vez te he dado la más remota impresión de que ese fuera mi deseo, incluso por medio de alguna sutil indirecta?
Sabes muy bien que no, y nunca podrás afirmar lo contrario. Es más, cuando Mario y yo nos separamos, te rogué, te supliqué que no dejaras a Carmela. Mis hijos ya eran casi adultos pero los tuyos eran unos niños y necesitaban crecer con una figura paterna en el hogar. Y bueno, es cierto, ahora ya están grandes y hace años que se han ido de la casa, pero aun así nunca te he pedido que dejes a esa pobre mujer. Carmela es una buena esposa, al contrario de Mario que fue un marido terrible, y nunca quisiera ser la causa de su infelicidad. Además de que me han contado que se ha vuelto ciega de un ojo. No me importaría tener que compartir tus atenciones con ella, pues sé que soy yo la eterna guardiana de tu amor.
Pero eso no va a pasar. Mis hijos no lo permitirán. Es así cómo se cumple nuestro trágico destino, a través de mi misma carne. Se siente como si yo misma fuera el principio de mi fin. Como si me viera ahorcándome frente a un espejo. Ahora tengo que irme, mi hija va a llegar en unos minutos para darme mis medicamentos de las cinco. Imagínate, ¿qué pensaría si me viera en este estado? Creería que estoy delirando, me pondría una camisa de fuerza. Y esos medicamentos que me obligan a tomar, creen que me van a curar, como si la nostalgia fuera una patología. Mientras lo único que hacen es aturdir mi conciencia, inhibir mis sentidos. Hacerme descansar de mí misma durante un rato. Pero te lo aseguro, es más probable que me olvide de mí a que te borre a ti de mi memoria. Ninguna pastilla es tan potente. Ni con una lobotomía podrían lograrlo. Y ahora ándate y pórtate bien. No te olvides de leer la Biblia.
E.