
Cuando nací, fui abandonada por mi madre. Fue mi padre quien me crió. De mi mamá no puedo ni recordar el rostro. Lo que sé de ella es porque mi papá me lo ha contado. Sé que alguna vez intentó vendernos, a mi hermana y a mí, y que luego fue mi papá quien corrió a recogernos en aquella casa de desconocidos donde habríamos terminado de sirvientas o prostitutas. Aunque mi suerte tampoco fue tan benévola. Mientras estaba casada, mi mamá nunca permaneció mucho tiempo a nuestro lado. Siempre llegaba un momento en el que decidía escaparse. Quizás para buscar drogas, visitar a su segunda familia o por simple aburrimiento, qué se yo. De hipótesis tengo a millones y respuestas ninguna. Se alejaba durante días, a veces semanas, pero siempre volvía. Hasta que un día ya no regresó.
No me dejó ni el apellido. Los dos que llevo puestos son de mi padre. También mi nombre lo eligió él. Según la mitología es un don y una maldición a la vez. La que así se llamaba era incapaz de salvar a quien sea: su don era inservible. Yo me conformaría con salvarme a mí misma. No tengo ni una foto de mi madre. Mi hermana y yo más nos parecemos a papá. Pero creo que es gracias a ella que mi hermana heredó ojos claros. La verdad es que dejé de imaginármela hace mucho tiempo. Desde que empecé a llamar “mamá” a la segunda mujer de mi papá.
Como habrán entendido, a mi papá le debo muchísimo. Pero esto solo complica la situación ya que esta deuda traicionera no me permite odiarlo como desearía. Por más que haya intentado cuidarnos y protegernos, desde que éramos niñas, nunca logró protegernos de sí mismo. Mi papá es un alcohólico. Desde antes que naciera. Desde antes que le nacieran los bigotes, quizás. Me dijo que era tan solo adolescente cuando empezó a tomar. Debe de haber transcurrido más años de vida ebrio que estando lúcido. Estoy consciente de que es un vicio que probablemente se llevará a la tumba, si no llega a ser la causa que lo arrastre ahí adentro. Por mucho tiempo esperé que pare.
“Que pare, que pare”. Esta frase rodaba por mi mente todo el tiempo, cuando tomaba. Cuando tomaba y luego me pegaba. Cuando me pegaba y luego abusaba de mí. Sin embargo, cuando tenía trabajo no solía tomar tanto. Pero de golpe una preocupación, una pelea, un recuerdo lo hacían volver a la botella y era despedido. Entonces podían pasar semanas enteras en el que se encerraba en casa a tomar por la desesperación de no encontrar otro empleo, de no saber cómo saldríamos adelante. Y más tomaba, menos lo iba a encontrar. Mientras su cabeza se llenaba de amargura y frustraciones, nuestros estómagos quedaban igual de vacíos. Como las latas de cerveza que coleccionaba en el suelo al lado del sofá. Era así arrastrado en una espiral ineluctable, y nosotras junto a él.
Mi hermana y yo solíamos escondernos bajo las sábanas y rezábamos a la virgencita. Rezábamos por que de tanto tomar se desmayara y perdiera la razón hasta la mañana siguiente. A veces funcionaba. Otras veces yo rezaba entre mí que esta vez le tocara a ella. Pero si le tocaba a ella, yo ya no lograba cerrar ojo porque la culpa y el remordimiento me carcomían. También pasaba que de tanto rezar nos quedáramos dormidas. Me despertaba debajo de su peso y su respiración gruesa que olía a alcohol, sintiendo que me estaba descuartizando y que el aire me faltaba.
Hasta el día que lo denuncié. Fui a la comisaría y denuncié a mi propio padre, sabiendo que era el único que Dios nos había entregado. Su segundo matrimonio ya había fracasado y cada día se ponía más violento. El ogro en el que se había transformado, había tomado de rehén al padre amoroso que hasta ese entonces solía cocinar nuestros platos favoritos o se sentaba con nosotras a mirar a los comediantes en la tele. Pensé que se lo iban a llevar, que quizás podrían curarlo. Matar al ogro una vez por todas. Pero me llevaron a mí y a mi hermana.
Fuimos a un hogar. Así me hacían llamarlo aunque no sintiera que fuese mi casa. Al principio no, por lo menos. Una vez superada la aversión y difidencia iniciales, dejó de ser un lugar hostil y aquellos años se transformaron en los más felices de mi vida. Jugué bastante, me hice buenas amigas que habían pasado por historias parecidas a la mía. Iba al colegio. Hasta subí de peso. Cuando venía la Navidad me regalaban peluches que adornan mi cuarto hasta el día de hoy, y a los que abrazaba cuando la tristeza me envolvía. Para nuestro quinceañero organizaron una hermosa fiesta y nos vistieron a todas como princesas. Lástima que me tocara el vestido lila, el color que más detesto. Pero aun así, cuando vuelvo a mirar las fotos de aquel día, me veo más bonita que nunca. Vinieron alumnos varones de otras escuelas para que nos hicieran danzar.
Lo que más prefiero en este mundo es el baile, de cualquier tipo. Salsa, merengue, folclórico. Cuando siente la música, mi cuerpo empieza a hablar su propio lenguaje, a moverse sin que yo lo guíe. Cuando baila, mi cuerpo me perdona, y yo lo perdono a él. También me gustan los perritos, aunque en el hogar estaba prohibido tener mascotas. Tuve varios perros a lo largo de mi vida. Yo no tenía que buscarlos; ellos me encontraban a mí. Los perros callejeros son los más nobles de todos. Mucho más cariñosos que cualquier perro de casa. Un perro de casa recibe tu comida y no duda de que mañana seguirás alimentándolo. Pero si le ofreces comida y amor a un perro callejero, él te será agradecido de por vida y siempre se quedará a tu lado.
En aquellos años descubrí lo que significa tener a una verdadera familia, ser querida por muchas mamás. Aunque sé perfectamente que cuando su día laboral termina, ellas vuelven a sus casas elegantes donde las esperan esposos e hijos impecables, mientras que yo solo las tenía a ellas. Y a mi hermana, por supuesto. Nos volvimos más unidas que nunca. Cuando dejó el hogar, al cumplir los dieciocho, sentí que me estaban arrancando un pedazo de carne. Y cuando yo también tuve que salir, estaba asustadísima y lo único que me calmó fue su abrazo. Ella ya se había casado y estaba en espera de mi sobrinita. Dejó que yo le pusiera el nombre. Para ella deseo una vida distinta, feliz. Por lo tanto la llamé con el nombre de una mujer valiente y luchadora, mi personaje de fantasía favorito. Espero que en su caso se vuelva realidad, y crezca con la fuerza que a veces me faltó.
Es así que me encuentro aquí sentada en la silla helada de una comisaría, a punto de denunciar a mi padre por segunda vez. A punto de repetir la cosa más difícil que me tocó hacer en mis veintidós años de vida. Porque vino a buscarnos prometiéndonos que había cambiado. Porque decidimos darle una segunda oportunidad y volver a aceptarlo en nuestras vidas. Pero ahora ya no se trata solo de nuestras vidas, la vida de mi sobrina está en juego. Y en su futuro no aparecerán ogros de la oscuridad cuando cierre los ojos.
E.
Amiga de mi alma,
tu espacio es un santuario de amor y me hace sentir triste y feliz al mismo tiempo. Pero prevalece la alegría, claro que sí. Me da tristeza porque tal como dice tu presentación del blog, así está el mundo. El mundo sigue eligiendo la indiferencia, el ego desordenado y la vanagloria. Y estas historias siguen siendo la cruda realidad de un alto porcentaje de una sociedad silenciada en el secreto, con cadenas de indiferencia. Si no vende, o hace política, no sirve y no preocupa ni importa… Quisiera que tu espacio estuviera lleno, porque lo merece. Pero al mismo tiempo, me alegra también que sea así. Porque lo hace mil veces más especial, porque me siento mil cereceda más privilegiado por tu amistad, porque me recibes en tu casa, porque compartimos una visión de la vida, que va a contramano del sistema. Porque nadie debe ser forzado a entrar a ningún lado, y quienes están, es por voluntad y decisión propia.
Amiga mía, realmente soy muy feliz por haber descubierto esta joya preciosísima que has forjado y que habla a gritos de tu calidad como persona.
En un mundo superpoblado de ogros como el de tu historia, tu espacio es un remanso con un arroyito de agua cristalina…
Mi abrazo más fuerte para ti y mis mejores deseos hoy y siempre.
¡Bua bía unumbia 4ever!