Mi hija soy yo

Al día trece me levanté de la cama, abrí las persianas y luego las ventanas. Como una bofetada en pleno rostro, una ráfaga de viento me golpeó haciéndome lagrimar los ojos. A pesar de mí misma, me recordó que mi cuerpo seguía demasiado vivo. Pese a que me negara a darle cabida, me atacaba con las terribles punzadas del hambre. Sentía cómo se estrujaba mi estómago y un ardor que se expandía por mi abdomen. Cuando me daba frío, no me tapaba y me dormía con el sonido de mis dientes que entrechocaban como piedras arrolladas por la corriente. Casi nunca tenía calor, pues reclusa en esa habitación casi no quemaba calorías. Luchaba contra las ganas de evacuar mis necesidades. Dejaba que mi vejiga se inflara hasta el borde y solo luego me lanzaba al retrete, vencida. Me sentía indignada. ¿Por qué sigues trabajando?, le preguntaba a mi cuerpo. ¿Por qué no te cansas y no te rindes de una vez para terminar con todo esto? Me pellizcaba el antebrazo, las piernas y lo reprendía furiosa. ¿Por qué aún sientes dolor? Has sobrevivido a un dolor sin nombre y te atreves a quejarte por tan poco.

Quería que pasara hambre y sin estar satisfecha, le prohibí su vicio más irreducible, el que me había acechado durante tantos años como un sabueso pisándome los talones. Lo puse en ayunas de nicotina. No lo hice por mí ni por otros y tampoco por el recuerdo. Si lo hice, fue por venganza. Le quité su oxígeno. No quería estar mejor, no quería estar bien, solo quería castigarlo por su ingenuidad, por creer que podía seguir andando por ahí como si nada, que aún podía existir una vida. La rabia había logrado lo que las promesas nunca habían podido.

A veces Roberto me llevaba un poco de caldo, se quedaba conmigo para cerciorarse de que tomara unos sorbos. Luego de dos cucharadas, me dejaba al fin sola. La sopa terminaba por el desagüe del inodoro, así como los sedantes. Lo último que necesitaba era una droga que reanimara mi cuerpo con falsas esperanzas. Que lo ilusionara de que al fin le daría un descanso. La mía era una guerra hasta las últimas consecuencias y no tenía la intención de darle tiempo para que retomara el aliento. También renuncié a cualquier expresión de cariño, a cualquier caricia que apuntara a levantarme el ánimo, a ponerme de pie. Al calor de cualquier cuerpo que me recordara que en mis venas corría sangre caliente. Que los vivos tienen que estar entre los vivos y que la vida es alérgica al frío de la muerte. No podía, no quería recordar. Yo estaba muerta y le tenía alergia a la vida. Me puse en ayunas de amor. El amor se me había secado. Había terminado en el fondo de un cajón y no quería resucitarlo. Resucitar a él sin ella. Jamás.

Luego llegó el día trece. Me levanté de la cama, abrí las persianas y luego las ventanas. Como una bofetada en pleno rostro, una ráfaga de viento me golpeó haciéndome lagrimar los ojos. A pesar de mí misma, me recordó que mi cuerpo seguía demasiado vivo. Pero estaba bien, porque aún lo necesitaba. Me faltaba algo más por hacer. Había tenido la razón en no perecer. La guerra no había terminado, pero tenía que tomarme una pausa. Esa mañana había despertado con su rostro deslizado sobre mis ojos como una cortina. Había soñado que estábamos en la India y revoloteábamos dentro de saris muy vistosos. Y bailábamos, ¡cómo bailábamos! Nos reíamos, ¡cómo nos reíamos! Me acordé de algunas conversaciones nuestras. Cuando me alentaba a romper la cuerda raída que me forzaba a caminar en círculo. Lo que fuera capaz o lo que no fuera capaz de hacer, creía saberlo mejor que yo.

Una vez, una de las muchas en que estuve a punto de divorciar, le mencioné la idea de un viaje que me había rozado la cabeza. Irme a la India, alejarme de todos, estar sola, pensar. Se entusiasmó muchísimo y quería, a todas costas, que ese antojo que acababa de disparatar se volviera un verdadero proyecto. Cuando me di cuenta de que la consideraba una idea más sensata y realista de lo que yo pensaba, un miedo descontrolado se adueñó de mí. Por cada objeción encontraba una solución. Pero no hablo bien el inglés, no lograré que me comprendan. Ahora con el celular puedes traducir lo que dices en un segundo. Pero no tengo suficientes ahorros. Yo te ayudo, y si no alcanza le pediremos prestado a los abuelos. Pero no puedo dejar el trabajo. Puedes tomarte dos semanas de vacaciones, no pasa nada. Por cada “pero” ya tenía lista una respuesta. Hasta que se me agotaron todos los posibles impedimentos y llegué al “pero” conclusivo. Pero no puedo dejarlo. ¿Ni siquiera por dos semanas? Ni siquiera por dos semanas. Entonces enmudeció. Es inútil luchar contra los molinos de viento.

Años después aún pensaba en eso, me dijo que le hubiese encantado que hiciera ese viaje. No para demostrarle a ella o a quien sea que podía valerme por mí misma, que era capaz de juntar mis piezas por mi cuenta. Quería que lo descubriera yo. Y así habría aprendido a correr libre, sin ataduras. Temía que la muerte me hallara sin que supiera que, sola, podía correr más veloz que el viento. Cómo me hubiera gustado que fuera cierto. Sin embargo, yo seguía viva y, por más que corriera, jamás la habría alcanzado. Su viaje había terminado y el mío estaba por empezar.  

Dejé que el aire helado se esparciera por el cuarto, que lo depurara de los olores, las angustias, los temores que se habían condensado ahí adentro y como un hongo habían contaminado el piso, las paredes, mis pulmones. Dejé que borraran los residuos de mi cautiverio. Yo era la carcelera y yo tenía que liberarme. Compré un pasaje de avión para ese mismo día. Llené mi maleta de mano, metí adentro cuatro o cinco conjuntos. Un libro, una foto nuestra. No necesitaba más cosas. Terminé con Roberto. Sabía que dos semanas no me alcanzarían. Mientras lo escuchaba arremeter y gritar fuerte que había perdido la razón, solo logré repetir que tenía que hacerlo por ella. Empezó a aventar cuadros, floreros, ceniceros, contra la pared. Cada objeto sobre el que se fijaba su mirada enloquecida. Me pareció una escena innecesaria, delirante. Ya no era su esposa, no era ni una persona. Sin embargo, quería mantenerme ahí, como los que nunca le cambian de lugar a los muebles. Seguí balbuceando: “Tengo que hacerlo por ella, por ella…” y sin hacer ruido cerré la puerta detrás de mí. Luego tomé un taxi hasta el aeropuerto y antes de subir al avión boté la tarjeta SIM del celular en el basurero del baño, junto a tampones sucios y a toallitas húmedas. Tenía ocho llamadas perdidas.

Cuando llegué a Mumbai, todos mis sentidos fueron asaltados. Mis ojos, que casi no habían visto la luz del sol desde el sepelio. No sé porqué ese día el cielo se reía. Pero también mi oído, mi olfato. Adonde me volteara, había voces, bocinas y mugidos que se superponían. Todos parecían a sus anchas en medio de ese alboroto ensordecedor. Los ruidos no les molestaban y para comunicar gritaban más fuerte, como suelen hacer en las fiestas cuando la música de fondo es muy alta. Un olor intenso a especias, aceite de freír y estiércol se metió por la ventana del auto en marcha y me agredió las fosas causándome mareo. Por suerte no llevaba nada en el estómago. Luego me pareció reconocer un agradable olor a jengibre, creí que estaba degustando uno de aquellos tés aromatizados, casi lo sentí deslizarse por mi paladar. La gente atestaba las veredas, pero también las carreteras en donde transitaban los carros, las motos y los rickshaws. Vendedores ambulantes, mendigos, niños que se lanzaban entre los vehículos ganándose los reproches de los conductores. Aunque lo que más hechizaba mi mirada eran las mujeres que vestían saris coloridos y me recordaban a hermosas odaliscas. Se desbordaban por las calles como riachuelos de colores. Algunas reían, otras gritaban. Ninguna deseaba pasar inadvertida. Ninguna estaba de luto.

Pasando delante de una vitrina que exponía maniquís vestidos con saris, le pedí al chofer que se estacionara. Compré dos saris, uno azul y uno amarillo, con mi tarjeta de crédito. Todavía no había cambiado mi dinero a rupias. El azul me lo puse de inmediato, era el que llevaba puesto en mi sueño. Creo que me asentaba, la vendedora me miró y sonrió complacida. Luego exclamó: “Beautiful! Beautiful!”. Quizás estuviese más alegre por la ganancia que acababa de recaudar. El chofer seguía esperándome. No le había pagado y no había forma de que me abandonara ahí. Subí al auto y vi sus dientes picados que me sonreían desde el retrovisor. Él también me dijo: “Beautiful woman!”. Ya le había avisado de que no hablaba bien el inglés, pero intuyó que esas palabras, pese a mi vocabulario rudimentario, no podía ignorarlas. Luego vio la bolsa transparente con el sari amarillo y me dijo: “I love yellow, beautiful colour”. Sabía que era probable que entendiera incluso esas palabras. Contesté con la única palabra que me interesaba, en cualquier lengua: “My daughter”. Entonces el hombre asintió y dejó de hablar.

Me llevó a un hostal para turistas. Uno que había encontrado por Google poco antes del embarque. Se notaba que era para turistas. Habían acentuado las decoraciones étnicas. Abundaban las estatuas de Shiva y Visnú, pero también de Buda: de piedra o madera tallada o doradas. Para cualquiera que tuviera alguna noción de religiones, aquel panteón de divinidades resultaba extraño e inverosímil. Aunque eso era lo que la mayoría de los occidentales buscaban en la India, un revoltijo exótico que los ayudara a sentirse unos impávidos aventureros a la vuelta del mundo. Elegí una habitación privada; costaba menos y no había ido hasta ahí en búsqueda de nuevas amistades. ¿Por qué estaba ahí? A veces se me hacía difícil recordarlo. Estaba ahí por ella. Pero ella ahí no estaba. ¿Dónde estaba?

Un día como otros en el que me hundía en las dulces y traicioneras aguas del pasado, me acordé de un deseo que me contaba cuando era niña. Hubiera querido que todas las personas que amaba durmieran en un mismo cuarto para poder saltar de una cama a otra y desearles las buenas noches a todos. Dijo que de esa forma hubiera podido dormirse tranquila, sin cargas en el corazón, sabiendo que todos estaban a su lado y que nada malo podía ocurrir. Obviamente le hubiera gustado ver ahí a sus padres, pero también a sus abuelos, a sus tíos, a sus primos. Entonces habría descansado plácidamente, nunca más habría tenido pesadillas. Todos estarían a salvo en un lugar donde la realidad no podría atraparlos.

Tal vez ese sueño lo estaba realizando en ese momento. El sueño de no separarse nunca de sus seres queridos. Tal vez morir significaba reencarnarse en los seres más amados y ese mismo era el paraíso. Ya no ser divididos por la física corpórea que nos obliga a renunciar a la presencia contigua de nuestros afectos. Liberarse de los límites, superar el eterno e infeliz dilema de la geometría cartesiana. No sentirse nunca más solos, nunca más puntos aislados sobre un mapa infinito. Estar juntos para siempre. Mi hija se había reencarnado en mí; yo era mi hija. Decidí creerlo. Si había incluso una remota posibilidad de que fuera cierto, tenía que preservarla, no podía dejarla morir una segunda vez.

Me quedé en India por cinco meses. Viajé a lo largo y ancho del país. Los paisajes, las ruinas, los templos, los mercados, los encuentros con joviales desconocidos… no quise perderme nada. Y frente a las puestas de sol a orillas del Ganges o escuchando el canto místico de una procesión, dejaba que la belleza me inundara el alma para que ella la respirara. Me sentí en paz como tal vez nunca lo había estado. Y al final descubrí lo que ella siempre había tratado de decirme. Podía valerme por mí misma, por más que no estaría sola nunca. Mi viaje tenía que continuar.

E.

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4 comentarios en “Mi hija soy yo”

  1. Amiga de mi alma… Esta historia parece ir un poco de la mano con estos tiempos tan duros en tantos aspectos. Por momentos es estremecedor, luego toma un aire misterioso y uno va devorando líneas para ver el desenlace. Me impactó de muchas formas… Pasar de muerte a vida, resurrección, proyección de vida, de pérdida a un hallazgo de sí mismo… Reconozco también que aún todo lo que comprendo es solo una porción de todo lo que encierra, lo siento muy grande.
    ¡¡Ayyy, amiga!! ¡Cómo quisiera una tarde como esta estar sentados a la mesa, conversando y compartiendo un café… Tantas cosas, tantos temas… pero muy especialmente, este amor que compartimos por las letras y más específico aún, por las líneas largas.
    Te envío un abrazo muy fuerte,
    Bua bía unumbia, por siempre!

    Hulussi_Ñe’êpoty

  2. Querido amigo, gracias por tu presencia, por tu constancia…y sobretodo por tu mirada que siempre llega a rescatar la esencia de mis prosas. Y por eso mismo siempre espero tu opinión con ansias. Ojalá que no tengamos que esperar demasiado tiempo para lograr compartir una tarde como la que tu describes. Me imagino a los dos sentados en un porche, o en una terraza, rodeados por la naturaleza y conversando sobre literatura. Dos cosas que nos encantan y nos unen. Sería un sueño.
    Un abrazo fuertísimo,
    E.

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